DOMINGO XVII T. ORDINARIO A. 2023
Seguro que a veces te ha ocurrido: has encontrado una persona con la que da gusto estar. Que te escucha, que no está pendiente de que respires para empezar ella a hablarte de sus cosas, que te mira con una mirada cariñosa y es capaz de sonreírte sin una sonrisa hueca o forzada. Es una delicia, así uno se siente comprendido, querido. Pues bien, así nos quiere y nos trata Dios. Piensa cómo son las miradas de tantos y tantos: de sospecha, de reproche, de seriedad, de indiferencia, de autocomplacencia, de compromiso… ¡Qué diferencia! ¿Cuál merece la pena, de verdad? a ver si va a ser que eso del amor de Dios va a funcionar y es lo que hace que nuestro modo de ver a las personas y a las cosas sea distinta y esté entreverada de alegría y de paz. Porque Dios funciona así…
Nos habla el Evangelio de hoy de tesoros. Concretamente de un tesoro que, cuando se encuentra, parece que todo lo demás deja de ser relevante, porque pierde ese valor, esa importancia que a veces le damos a las cosas según nuestro sentir humano. ¿Dónde ciframos nuestro verdadero tesoro? ¿A qué damos verdadera importancia en nuestra vida? ¿Qué dejaríamos o cuánto daríamos para conseguirlo? ¿Cuál es el verdadero afán de nuestro corazón…? Piénsalo.
La publicidad nos hace apetecer cosas, y nos las presenta como si fueran a solucionarnos la vida: ese perfume que nos hace irresistibles, ese coche que va a llevarte lleno de gozo al fin del mundo, esa cerveza que tiene un sabor arrebatador que parece que nunca más vas a tener sed. Y resulta que, cuando lo tenemos, no nos cambia la vida: seguimos siendo poca cosa, pueden seguir pinchándose las ruedas, y la cerveza… un día está menos fresca que otras veces y nos parece que bebemos caldo. Desengañémonos, lo material más tarde o más temprano decepciona y desaparece.
¿Qué pasa entonces? ¿Que todo se va a chafar irremediablemente? Tampoco hay que ser tan pesimistas, pero no nos dejemos sugestionar por esas lámparas de Aladino que son, al fin y al cabo, un cuento, que prometen y no dan la talla. Vayamos a lo seguro. Apostemos, y de verdad, por Dios.
1. La sabiduría de Dios: ese don preciado. Conocer a Dios y descubrir la sabiduría que procede de Él es… un chollo. Buscamos fuera de nosotros y resulta que el verdadero tesoro está escondido, como tapado en el alma. Y hemos de “darle suelta”. No te escondas de Dios, déjate encontrar por Él. El pecado de Adán y Eva les hizo ver que estaban desnudos. Cuando nos apartamos de Dios, más tarde o más temprano nos deja así… desnudos de lo que en verdad vale la pena. Quisieron vestir a David como un guerrero para luchar contra Goliat, y todo eso le sobraba: le impedía caminar. Solo necesitó esa sabiduría de ser humilde y revestirse de la fuerza de Dios. ¿Apostaremos por esto?
2. Un rostro de luz: ese fruto divino. Hoy en día para que un rostro luzca luminoso, o se busca una crema milagrosa, o hay que hacerse un retoque estético. Estos días, con las lecturas de la misa, he recordado cómo Moisés no hizo nada de esto y, sin embargo, tenía el rostro radiante: ¿Y eso por qué? Fue bien sencillo para él: Dios lo amaba y él lo sabía, así que se dejó mirar por Dios cara a cara y la consecuencia: Él lo trató como se tratan los amigos. Alguien me decía que había estado con unas carmelitas y que no imaginaba que nadie pudiera reflejar tal alegría en su rostro. A ver si va a ser que mirar a Dios y dejarse mirar por Él va a ser más eficaz que la cirugía estética… Y parece que sí.
3. Desde la eternidad y para la eternidad. ¡Qué alegría da saber que no estoy en el mundo para hacer bulto, que no soy un número, ni uno de los miles de extras de una superproducción de Hollywood! Dios ha pensado en mí desde la eternidad, me ha llamado a la vida y me ha dado una vocación para gustar la eternidad junto a Él. Tengo un nombre que me identifica y que Dios lleva tatuado en la palma de su mano. Soy un tesoro para Dios, porque soy su hijo, y me está invitando a que lo reciba a Él como mi tesoro más valioso. Me ama y me invita a amarle.
Encontrar a Dios es el mayor descubrimiento que puedo hacer. Quererlo el brillo que ilumina mi vida. Permítemelo, Señor.
¡Qué consolador es eso que le hemos escuchado a San Pablo: “todo es para el bien de los que aman a Dios”! Como hizo con María puede hacerlo conmigo: escribir esa historia de entrega y de gracia. Quiere contar con mi sí, para que, acogiendo su llamada, pueda hacer maravillas conmigo.