DOMINGO XXVI T. ORDINARIO A. 2020
Nos toca vivir tiempos difíciles. Pero eso no implica que nos sintamos desbordados sin nada que aportar ni recibir. De cada situación, de cada acontecimiento podemos aprender, es más, hemos de aprender. Y madurar. No se trata de buscar situaciones ideales y acomodarse en ellas, es saber afrontar lo que nos viene para salir de ello reforzados y con un ánimo esperanzado.
Podríamos resumir todo en nuestra respuesta a Dios. Hay dos hijos: uno dice si al padre y luego no lo hace. Otro dice no al padre y luego hace lo mandado. Benedicto XVI habla de un tercer hijo, es el Hijo de Dios, que dice sí y, en obediencia, hace que ese sí se concrete en su entrega total.
Responder que sí a Dios es el salvoconducto que abre las puertas de su Corazón. El camino es la humildad. Es reconocer a Dios como quien es, nuestro Creador y Salvador, el que nos santifica, y a nosotros mismos como lo que somos: hijos suyos. A Dios no le interesa nuestro curriculum, ni nuestros títulos, ni los masters que hemos hecho, no le presta atención a nuestros cargos, a lo que digan las redes de nosotros o cuántos seguidores tenemos. A Dios le interesamos porque, siendo sus hijos, no puede dejar de querernos, nos ama desde el principio hasta el final, sin poner pegas.
A Dios le interesamos, le interesa nuestra salvación, quiere seguir salvándonos del mundo, del demonio, de la carne. Quiere salvarnos de nosotros mismos. No quiere que seamos arrollados. Por eso nos tiende la mano con misericordia, quiere ser nuestro consuelo, nuestra alegría, quiere someter el miedo y la tristeza que nos amenazan y nos hacen caer en la desesperanza y la oscuridad. ¿El gran enemigo es el virus COVID 19? No, no lo es, aunque estemos cercados por él y nos tenga asustados: el gran enemigo es la falta de Dios, es el pecado, que nos aísla en la soledad de nuestra nada y nos nubla la vista para no ir más allá de lo que se puede ver y tocar. Te necesitamos, Señor, y ahora más que nunca. Un mundo sin Dios es un mundo sin alma. Perdido.
¿Y qué quiere Dios de mí? Tu sí, incondicional. Que aceptes su mano tendida. No acojas a Dios como el último recurso, como un clavo ardiendo al que uno se agarra porque no le queda otra. Él es quien te da aliento, el que te consuela, el que da respuestas a todas esas preguntas que te están cercando y a las que no sabes qué contestar. Él es tu luz, tu salvación. Es verdad que decirle sí a Dios es comprometedor, pero lo que tú le pides y lo que el te puede dar es desproporcionado. Tú pides como quien eres, un mendigo, pero Él está dispuesto a darte como quien es: el Rey y Señor.
No estamos en tiempos de palabras y promesas, estamos en tiempo de hechos, de un amor que no se da a ratos, según convenga, de una entrega que no busca excusas ni se regala a medias, o con reservas. Estamos en el tiempo de la verdad. Fuera disimulos. Fuera mentiras que acabamos creyéndonos porque queremos taparnos los ojos a la realidad. Es tiempo de llamar a las cosas por su nombre, de no esconderse, de mostrar con nuestras obras que Dios es nuestra vida. ¿Cómo?
1. Abriendo mi corazón a Dios. Dejándome conmover por Él. Ofreciéndole mi conversión: con una fe que no se queda estancada, que se renueva. Sin medirme con nadie. Solo con Cristo. No nos comparemos con los demás. No estamos por encima de nadie. Fuera pesimismos que nos quitan la esperanza. No nos encerremos en nuestros intereses, abrámonos a los intereses de los demás. Solo cuando dejamos de pensar en nosotros y nos abrimos a los demás, empezamos a ser fuertes.
2. No enjuiciemos a Dios según nuestros criterios. Dios no es bombero que apaga los fuegos que hemos prendido nosotros. Escuchemos a Dios porque, en ocasiones, solo nos escuchamos a nosotros mismos y estamos tan acostumbrados a nuestra propia voz que no somos capaces de cantar a coro con los demás, y, claro está, desentonamos y no empastamos las voces en una armonía, sino en disonancia. “Yo lo haría de otra manera”, sí, pero ni tú ni yo somos Dios.
3. Démonos cuenta de nuestras debilidades. Si algo podemos constatar en estos momentos es que somos muy frágiles. Que no nos bastamos a nosotros mismos. Eso no nos tiene que llevar a arrugarnos para caer en desolación, en la tristeza. Necesitamos un apoyo externo a nosotros. Un verdadero apoyo. Nuestro punto de referencia es Cristo. El es nuestro Salvador, el que nos muestra el camino. Seamos sencillos, miremos al frente. Descubramos que estamos hecho para lo eterno.
María Santísima sabrá ser buena madre, pero seamos nosotros buenos hijos.